Inicio Noticias de la Iglesia Espiritualidad Liturgia Biblia Conoce y defiende tu fe
Historia de la Iglesia Las Vidas de los Santos Lecturas de la Santa Misa María Radio Catedral Libros

Conoce y Defiende tu Fe


¿EXISTE REALMENTE EL DIABLO?
EL ORIGEN DEL MAL
¿Cómo es posible el mal en la creación de Dios, tan buena y armoniosa? “Aquí y allá, con  desconcertante frecuencia, encontramos el pecado, que es perversión de la  libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal  no es solamente una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y  perversor. Terrible realidad… Y se trata no de un solo demonio, sino de muchos, como  diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un  drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco” ( Beato Pablo VI -15-XI-1972).
Sin embargo, aunque no sabemos mucho, debemos hablar del demonio según lo que nos  ha sido revelado, debemos denunciar sin temor a nada su existencia y su acción. Como  decía San Juan Crisóstomo: “no es para mí ningún placer hablaros del demonio, pero la  doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil” (MG 49, 258).

ERRORES
Antes de seguir adelante, convendrá que señalemos algunos errores sobre el Demonio que  alteran profundamente el mensaje evangélico. Como dice Juan Pablo II, es preciso en este  punto, “aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la  importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno” (13-VIII-1986). Muchos de nuestros contemporáneos se interesan enormemente por el diablo. Dan  testimonio de lo que decimos el éxito de películas como El Exorcista, el incremento del  número de personas que se consideran “hechizadas” y corren tras los desencantadores y  gente de este tipo, los numerosos estudios realizados sobre los “mensajes subliminales” de  que están llenos muchos fragmentos de música “rock” y que invocan explícitamente al diablo.

Otros, por el contrario, no creen ya absolutamente en la realidad de Satán, y piensan que los  casos de posesión diabólica de que hablan los Evangelios deben ser interpretados con la  ayuda de nuestros actuales conocimientos en materia de psiquiatría. El “endemoniado” de  Gerasa que presenta el Evangelio como liberado por Cristo de su legión de demonios (Mc 9: 18-26), ¿no era simplemente un enfermo, al que Jesús curó de epilepsia? Piensan que,  cada vez que se habla en la Biblia de las potencias del mal, es preciso ver en esos relatos  una simple personificación de los “demonios interiores” que todos llevamos dentro, que nos  impulsan al orgullo, a la envidia o a la lujuria. Ya es tiempo, piensan, de desmitologizar todo  ese lenguaje bíblico.

Según lo anterior, muchos niegan la existencia de Satanás y de los demonios, que en la  Escritura serían, solamente, personificaciones míticas del mal y del pecado que oprimen a la  humanidad. Sería incluso preciso reconocer que “en la fe en el diablo nos enfrentamos con  algo profundamente pagano y anticristiano” (H. Haag, El diablo, su existencia como  problema, 423). Piensan, entonces, que Cristo, sobre los demonios, dependería de la  creencia de sus contemporáneos, al menos en los modos de hablar.

Existe un texto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Fe cristiana y  demonología (26 de Junio de 1975, 1058), que dice:“Sostener hoy que lo dicho por Jesús  sobre Satanás expresa solamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene  importancia para la fe universal, aparece en seguida como una información deficiente sobre  la época y la personalidad del Maestro”. De hecho, Jesús pensó, habló y actuó siempre con  una gran libertad respecto a los condicionamientos del mundo y sus costumbres.

Por otra parte, en tiempos de Jesús, unos Judíos creían en la existencia de los demonios y  otros no (Hechos 23:8). Por eso, cuando acusaron a Jesús de expulsar a los demonios con  el poder del demonio, si El no hubiera reconocido la existencia de los demonios, hubiera  podido dar una respuesta muy simple y eficaz: “Los demonios no existen”. Por el contrario, Jesús responde que si El y los suyos arrojan los demonios, eso es señal de que el poder del  Reino de Dios ha entrado con El en el mundo (Mateo 10:22-30; Marcos 3:22-30; Lucas 10: 17-19).

Pablo VI cree que “se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega  a reconocer la existencia [del Demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una  personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias”  (15-XI-1972; C. Spicq, El diablo en la revelación del NT, “Communio 1”, 38).

Algunos, de ciertas representaciones del Diablo, que estiman ingenuas o ridículas, deducen  que la fe en Satanás corresponde a un estadio religioso primitivo o infantil. Según ellos, no sería serio continuar creyendo en el Demonio. Es cierto que, a veces, tales representaciones  han sido lúgubres y falsas, pero hay que afirmar, en general, que los artistas no hicieron sino  plasmar en piedra o lienzo aquellas figuras del Diablo (serpiente, dragón o bestia) que  venían dadas en los mismos textos sagrados, inspirados por Dios, y que no confundían el  signo con la realidad significada. Tenían los antiguos más facilidad para captar el lenguaje  de los símbolos. No eran en esto tan analfabetos como el hombre moderno (Spicq 38).

Por último, hay quienes, sin entrar en discusión sobre la existencia del Demonio, opinan que  no conviene hablar hoy de ello, ya que no vale para nada, y sólo crea dificultades  innecesarias para la fe. Ciertamente, la predicación debe ser prudente y sobria en la  presentación del misterio pavoroso del maligno, pero en la Biblia y la Tadición es evidente  que “Satanás no es una pieza adicional o secundaria que pudiese ser eliminada sin  perjuicio de la Revelación. Es el elemento esencial del misterio del mal. Es, primero y ante todo, el Adversario por excelencia. Afiliarse a Jesucristo implica el renunciar a Satanás”  (Spicq 38).

Tampoco se trata de verlo por todos lados. En cuanto se habla de una posible intervención diabólica, la Iglesia siempre hace sitio, como en el caso del milagro, a la exigencia crítica…  Y es preciso dejar espacio abierto a la investigación y a sus resultados… Pues es un hecho  constatado que ha existido, en otros tiempos, una cierta ingenuidad al temer encontrar algún  demonio en la encrucijada de todos nuestros pensamientos.

Con todo, ¿no habrá otro tanto en la actualidad, cuando se postula que nuestros métodos  nos dirán pronto la última palabra sobre las misteriosas relaciones entre el alma y el cuerpo,  sobre lo sobrenatural, sobre lo preternatural y sobre lo humano, sobre la razón y sobre la  revelación?

LOS DATOS DE LA ESCRITURA Y DE LA TRADICION
Satán es un ser personal
La Biblia habla de él como de un ser personal, que quiere perjudicar al hombre y que  combate en el mundo contra el “Reino de Dios”, para hacer triunfar en este mundo su propio  reino.

Los términos con que le nombra la Biblia indican claramente este carácter personal y  perverso. Lo llama Satán (el Adversario), el Diablo (el que divide), el Enemigo, el Príncipe de  este mundo (Lucas 22:53; Hechos 26:18; Juan 12:31; Juan 14:30; Juan 16:11; 1  Tesalonicenses 2:18; Mateo 13:36-43, etc.

En el relato de las tentaciones, Jesús hace frente a un personaje claramente identificado y no a un mito. Oponiendo “los hijos de Dios” a “los hijos del Diablo” (1 Juan 3:10), el Apóstol  Juan los considera claramente como dos seres personales (Juan 12:41; Juan 16:11; Juan 8: 39-44). Pablo, por su parte, pone en guardia a los cristianos contra aquél que se disfraza de  ángel de luz (2 Corintios 11:14).

Así pues, no se puede confundir pura y simplemente al Diablo con el pecado, aún cuando, en  su Carta a los Romanos, Pablo no hable nunca de Satán, sino sólo del pecado. El Diablo no es una persona como los humanos. Pero es un ser libre como una persona, un  ser que pertenece al mundo de las realidades invisibles creadas por Dios, y que, por  rechazar su condición de criatura, se volvió malo . Desde entonces, quiere arrastrar a los  hombres a su desgracia, quiere “matarlos”. Es “el homicida” (Juan 8:44). Quiere “dividirlos” consigo mismos y entre ellos: etimológicamente, la palabra diabolos significa “el que divide”.

Satán y los “demonios”
Junto a esta potencia personal, llamada siempre en singular, menciona también la Biblia a  los demonios, cuyo “príncipe” es Satán (Mateo 12:24).

Jesús habla del “fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles” (Mateo 25:41), y el  Apóstol Pablo les indica a los cristianos las armas que tienen que emplear contra “los  Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas”  (Efesios 6:12).

Mas es preciso reconocer también que el Evangelio emplea a veces la expresión “espíritus inmundos” para designar algunas enfermedades “curadas” por Jesús. Lucas escribe, por  ejemplo (6:18): “… los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban  curados”. Más adelante, cita a “María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete  demonios”, entre las “mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y  enfermedades” (Lucas 8:2; ver también Marcos 16:9).

Por otra parte, Jesús da a sus discípulos “poder sobre los espíritus inmundos para  expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia” (Mateo 10:1).

No resulta, pues, presuntuoso pensar que los evangelistas, siguiendo en ello la opinión de su  tiempo, atribuyeran a “demonios” algunos fenómenos que pertenecen al dominio de las  perturbaciones psiquiátricas (como la curación del endemoniado epiléptico de Marcos 9:18- 26). Esto nos lleva a distinguir entre las curaciones, mediante las cuales libera Jesús a un  enfermo de los “espíritus” que le atormentan, y los exorcismos, mediante los que expulsa  Jesús a Satán de un “poseso” .

Nuestra interpretación no elimina, por tanto, en modo alguno la presencia de Satán en los  Evangelios, ni el combate decisivo que Jesús viene a emprender contra él, ni su victoria  definitiva sobre el “Príncipe de las tinieblas”.

Los “espíritus impuros” de que Jesús libera a los enfermos mentales no dejan de tener  relación, por otra parte, con Satán: este puede utilizarlos como instrumentos de su reino.  Cuando los setenta y dos discípulos regresan contentos de su misión, exclaman: “Señor,  hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. El les dijo: ‘Yo veía a Satanás caer  del cielo como un rayo” (Lucas 10:17-18).

El Diablo en el Antiguo Testamento
Aunque en forma imprecisa todavía, los libros antiguos de la Biblia conocen al Diablo y  disciernen su acción maligna. Es la Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Génesis  3). Es Satán (en hebreo: adversario, acusador), el ser viviente enemigo del hombre, que  tienta a Job (Job 1:6 - 2:7) y acusa al sumo sacerdote Josué (Zacarías 3). Es el espíritu  maligno que se alzó contra Israel y su rey David, inspirando proyectos malos (1 Crónicas 21: 1). Es “el espíritu de mentira” que levanta falsos profetas (1 Reyes 22:21-23).

El Diablo es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste contra la  creación visible y contra su jefe: el hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana es el eco de aquella inmensa “batalla en el  cielo”, cuando Miguel con sus ángeles venció al Diablo y a los suyos (Apocalipsis 12:7-9). Y,  por eso, hay en la historia humana una sombra continua pavorosa, pues por esta “envidia del  Diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sabiduría 2: 24).

El Diablo en el Nuevo Testamento
La lucha entre Cristo y Satanás es tema central del Evangelio y de las Cartas Apostólicas. El  Nuevo Testamento da sobre el Demonio una revelación mucho más clara y cierta que la que  había en el Antiguo. El Evangelio relata la vida pública del Salvador, comenzando por su  encontronazo con el Diablo: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser  tentado por el Diablo” (Mateo 4:1). Así se inicia y manifiesta su misión pública entre los  hombres.

De un lado está Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles  malos (Mateo 24:41; Lucas 11:18) y hombres pecadores (Efesios 2:2). El Diablo (diabolos: el destructor, engañador y calumniador), o Demonio (daimon: potencia sobrehumana,  espíritu maligno), tiene un poder inmenso: “El mundo entero yace en poder del Maligno” (1 Juan 5:19; Apocalipsis 13:1-8). El “Príncipe de los demonios” (Mateo 9:34), o “Príncipe de  este mundo” (Juan 12:31; Juan 14:30; Juan 16:11), o más aún, “dios de este mundo” (2  Corintios 4:4; Efesios 2:2), forma un reino opuesto al reino de Dios (Mateo 12:26; Hechos  26:18), y súbditos suyos son los pecadores: “Quien comete el pecado es del Diablo” (1  Juan 3:8; Romanos 6:16; 2 Pedro 2:19).

Así pues, con el orgullo de este poder, Satanás le muestra con arrogancia a Jesús “todos  los reinos del mundo y su gloria”, y le tienta sin rodeos: “Todo esto te daré si  postrándote me adoras” (Mateo 4:8-9). Satanás, en efecto, puede “dar el mundo” a quien (por pecado, mentira, riqueza) le adore: lo vemos cada día. Tres asaltos hace contra Jesús,  y en los tres intenta “convertir a Jesús al mesianismo temporal y político del judaísmo  contemporáneo, compartido en gran parte por los Apóstoles hasta la iluminación interior de  Pentecostés” (Spicq, 31). Satán tienta realmente a Jesús (Hebreos 2:18; Hebreos 4:15),  ofreciéndole una liberación de la humanidad “sin efusión de sangre” (Hebreos 9:22). La  misma tentación habrían de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos: “He aquí  por qué Jesús tuvo que revelar por sí mismo a sus Apóstoles este primer ataque del  Diablo, que no es una ficción didáctica, sino una realidad histórica” (Spicq 31).

Del otro lado está Jesús, dándonos, en el austero marco del desierto, la primera muestra de  su poder formidable. Ahí, desde el principio de la vida pública, se ve que “el Hijo de Dios se  manifestó para deshacer las obras del Diablo” (1 Juan 3:8), y se hace patente que el  Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre El (Juan 14:30), porque en El no hay  pecado (Juan 8:46; Hebreos 4:15). Este primer enfrentamiento termina cuando Jesús le  impreca: “Apártate, Satanás” (Mateo 4:10). Lo echa fuera como a un perro.

La Lucha entre los cristianos y Satanás
“El Diablo, desde esta primera aparición en el ministerio de Jesús, es considerado como  el tentador por excelencia, exactamente como lo había sido en figura de serpiente,  engañando a Eva con su astucia (Génesis 3:1s; 2 Corintios 11:3; 1 Timoteo 2:14), y como  seguirá haciéndolo con los discípulos del Salvador (1 Corintios 7:5; Apocalipsis 2:10).  Siempre se esforzará por “descarriar” a los fieles, en sustraerlos del Señorío de Cristo para  arrastrarlos consigo (1 Timoteo 5:15). Su arma siempre es la misma, la que ha empleado  con Jesús: la astucia (2 Corintios 2:11). Es un mentiroso (Juan 8:44; Apocalipsis 2:9 y 3:9),  que adquiere las mejores apariencias para seducir a sus víctimas. Lobo con piel de oveja  (Mateo 7:15), este ángel de las tinieblas va incluso a disimularse como ángel de luz (2  Corintios 11:14). He aquí por qué su actividad es constantemente señalada como  engañosa y de extravío para las naciones o la tierra entera (Apocalipsis 12:9; Apocalipsis  20:3.8.10). Por estas razones, se opone tan radicalmente como la noche al día (2 Corintios  6:14-15; Juan 8:44) a Cristo, que es la Verdad (Juan 14:6; Juan 18:37; 2 Corintios 11:10) y la Luz (Mateo 4:16; Juan 1:4.9; Juan 8:12; Juan 9:5; Juan 12:46)” (Spicq 32).

En este sentido, la victoria cristiana sobre el Demonio es una victoria de la verdad sobre el error y la mentira. La redención cristiana es siempre una “santificación en la verdad” (Juan  17:17). Por eso, Juan Pablo II, comentando las palabras de Jesús sobre la acción  engañadora del Demonio (Génesis 3:4; Juan 8:31-47), dice: “Los que eran esclavos del  pecado, porque se encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados  mediante la participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios  ellos mismos alcanzan ‘la libertad de los hijos de Dios’ (Romanos 8:21)” (3-VIII-1988). Por  eso, para los demonios, que ostentan “el poder de las tinieblas” (Lucas 22:53), nada hay tan  temible como la acción iluminadora de los que evangelizan, nada teme tanto como “la  espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Efesios 6:17).

En efecto, ante el embate del poder apostólico de la verdad, los demonios, sostenidos en la  mentira del mundo, caen vergonzosamente de sus tronos. Por eso los setenta y dos  discípulos vuelven alegres de su misión y dicen: “Señor, hasta los demonios se nos someten  en tu Nombre. El les dijo: ‘Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo’” (Lucas 10:17- 18). “Con estas palabras - comenta Juan Pablo II - el Señor afirma que el anuncio del reino  de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que  la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal”  (13-VIII-1986). Si el reino de Cristo avanza, el de Satanás retrocede. El es “el enemigo” que  siembra la cizaña (Mateo 13:25), el pájaro maléfico que arrebata lo sembrado por Dios en el  corazón del hombre (Marcos 4:15). Pero los Apóstoles reciben de Cristo grandes poderes  contra él (Lucas 10:19). Por eso Satanás combate especialmente a los Apóstoles de Jesús  (Lucas 22:31-32). Logra a veces “entrar” en un Apóstol, lo que para él es una gran victoria  (Lucas 22:3; Juan 13:2.27; Juan 6:70-71). Pero el Colegio Apostólico, como tal, es una roca,  sobre la cual se fundamenta la Iglesia, que resistirá hasta el fin los ataques del infierno  (Mateo 16:18).

Tradición y Magisterio
Los Padres de la Iglesia enseñaron una amplia doctrina demonológica, y apenas  hallaríamos uno que no dé doctrina sobre el combate cristiano contra el Demonio. Sólo  haremos aquí una breve alusión a la espiritualidad monástica antigua (G. M. Colombás, El  monacato primitivo II, BAC 376, 1975, 228-278). Los monjes salían al desierto no sólo para  librarse del mundo y atenuar así las debilidades de la carne, sino para combatir al Demonio  en su propio campo, como lo hizo Cristo (Mateo 4:1; Lucas 11:24).

Evagrio Póntico y Casiano son, quizá, los autores más importantes de la demonología  monástica. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los hombres en sus niveles más  vulnerables - cuerpo, sentidos, fantasía -, pero que nada pueden sobre el hombre si éste no  les da el consentimiento de su voluntad. Para su asedio se sirven, sobre todo, de los  logismoi - pensamientos, pasiones, impulsos desordenados y persistentes -, que pueden  reducirse a ocho: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, amargura, vanagloria y orgullo.  Pero no pueden ir en sus ataques más allá de lo que Dios permita (Evagrio: MG 79,1145- 1164; SChr 171,506-577; Casiano, Instituciones 5-11; Collationes 5).

El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como en el jardín de Edén, presentando el lado  aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto  contra Cristo. El cristiano debe resistir con “las armas de Dios” que describe el Apóstol  (Efesios 6:11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno, que  fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del desierto. Pero, sobre  todo, apoyándose en Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mateo 26:53). Dice San  Jerónimo, “Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y avanza siempre delante de  nosotros, y vence a los adversarios. El es nuestro jefe: luchando El, vencemos nosotros”  (CCL 78,63).

El Magisterio de la Iglesia afirma que Dios es creador de todos los seres “visibles e  invisibles” (Nicea I 325, Romano 382: Dz 125, 180). Los demonios, pues, son criaturas de  Dios, y no es admisible un dualismo que vea en Dios el principio del bien y en el Diablo “el  principio y la sustancia del mal” (Braga I 561: Dz 457). El Concilio IV de Letrán afirma  solemnemente que Dios es el único principio de cuanto existe: “El diablo y los demás  demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí  mismos se hicieron malos” (800; Florent. 1442, Pío IV 1564, Vaticano I 1870: Dz 1333,  1862, 3002).

Por otra parte, siempre la Iglesia entendió la redención de Cristo como una liberación del  poder del Demonio, del pecado y de la muerte, como lo afirma en innumerables concilios y documentos (Dz: 291, 1347, 1349, 1521, 1541, 1668). El Concilio Vaticano II, siguiendo  esta tradición, enseña que “a través de toda la historia humana existe una dura batalla  contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como  dice el Señor, hasta el día final” (GS 37b). Por eso, es necesario revestirse de “las armas  de Dios para poder resistir a las asechanzas del diablo” (Efesios 6:11).

La liturgia de la Iglesia incluye la “renuncia a Satanás” en el Bautismo de los niños (150), y dispone exorcismos en el Ritual para la Iniciación Cristiana de Adultos (101, 109-118, 373).  Esa renuncia a Satanás la renueva cada año el pueblo cristiano en la Vigilia Pascual.

En los Himnos litúrgicos de las Horas, ya desde antiguo, son frecuentes las alusiones a la  vida cristiana como lucha contra el Demonio. Estas alusiones son más frecuentes en  Completas: “Tu nos ab oste libera, insidiantes reprime” (“visita, Señor, esta habitación,  aleja de ella las insidias del enemigo”) (oración del Domingo). Precisamente en las lecturas  breves de esta Hora (Martes y Miércoles), la Iglesia nos recuerda que es necesario resistir al  Diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pedro 5:8-9), y no caer en el pecado, para no darle ocasión (Efesios 4:26-27).

SU MODO DE ACCIÓN
A diferencia de Dios, Satán no puede habitar en nuestro corazón. No puede  tampoco obrar directamente sobre nuestra voluntad ni, con mayor razón, contra  ella. Pero sí puede tentarnos, ejercer una influencia sobre nuestra sensibilidad y  nuestra imaginación, utilizando como intermediarios nuestros propios deseos  desordenados; nuestras heridas psicológicas, conscientes o inconscientes,  producidas por algún traumatismo sufrido, por ejemplo, durante nuestra primera  infancia; un desequilibrio orgánico (hormonal), un desorden neurótico (histeria),  realidades exteriores afectadas ya ellas mismas por el “pecado” del mundo  (imágenes pornográficas, sectas satánicas, práctica de ocultismo o de espiritismo,  etc.).

Las tentaciones diabólicas
El Demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. “El oficio propio del Diablo es tentar” (STh I, 114, 2). Cierto que también somos tentados por el mundo y  la carne, pues “cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y  le seduce” (Santiago 1:14; Mateo 15:18-20); de modo que no todas las tentaciones  proceden del Demonio (STh I, 114, 3). Pero al ser él el principal enemigo del hombre, y el que se sirve del mundo y de la carne, bien puede decirse que “nuestra lucha no  es contra la carne y la sangre, sino contra… los Espíritus del mal” (Efesios 6:12).

Hay señales del influjo diabólico, aunque oscuras. Ya dice San Juan de la Cruz que,  de los tres enemigos del hombre, “el demonio es el más oscuro de entender”  (Cautelas 2). “Cuando hablamos del padre de la mentira - observa Pablo VI -, nuestra doctrina se hace incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que  rodean al Demonio” (15-XI-1972). Conocemos, sin embargo, suficientemente sus  siniestras estrategias, que siempre operan por la vía de la falsedad: convicciones,  por ejemplo, absurdas (“me voy a condenar”), ideas falsas persistentes, que no  parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales…

Santa Teresa de Avila, describiendo una tentación contra la humildad, nos señala  los elementos típicos de la tentación diabólica: Esta era “una humildad falsa que el  demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a  desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego  con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la  oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para la  oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para  que de nada aproveche” (Vida 30, 9).

Inquietud, desasosiego, oscuridad, alboroto interior, sequedad… pero sobre todo  falsedad. El Demonio “cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque  es mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44). Todo en él es engaño, mentira,  falsedad; por eso, en la vida espiritual - ¿qué va a hacer, si no? - intenta falsear y  falsificar todo. San Juan de la Cruz dice que, si se trata de humildad, el Demonio  pone en el ánimo “una falsa humildad y una afición fervorosa de la voluntad  fundada en amor propio”; si de lágrimas, también él “sabe muy bien algunas veces  hacer derramar lágrimas sobre los sentimientos que él pone, para ir poniendo en el  alma las afecciones que él quiere” (2 Subida al Monte Carmelo 29,11). Si se trata de  visiones, las que suscita el Demonio “hacen sequedad de espíritu acerca del trato  con Dios, y dan inclinación a estimarse y a admitir y tener en algo las dichas  visiones; y no duran, antes se caen en seguida del alma, salvo si el alma las estima  mucho, que entonces la propia estimación hace que se acuerde de ellas  naturalmente” (24, 7).

Es importante iluminar en Cristo los fondos oscuros donde actúan las tentaciones  del Maligno. Decía Santa Teresa: “ Tengo yo tanta experiencia de que es cosa del  demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como  solía” (Vida 30,9).

Nada puede el Demonio sobre el hombre si este no le cede sus potencias  espirituales. “El demonio - enseña San Juan de la Cruz  - no puede nada en el alma  si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio  de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las  demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de  ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla de donde asir, y sin nada, nada  puede” (3 Subida 4, 1). Dios puede obrar en la substancia del alma inmediata o  también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el  Demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él  sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin  la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece  para él inaccesible.

Sentidos, imaginación: Hasta en personas de gran virtud “se aprovecha el demonio  de los apetitos sensitivos (aunque con éstos, en este estado, las más de las veces  puede muy poco o nada, por estar ya ellos amortiguados), y cuando con esto no  puede, representa a la imaginación muchas variedades, y a veces levanta en la parte sensitiva muchos movimientos, y otras molestias que causa, así espirituales como  sensitivas, de las cuales no está en mano del alma poderse librar hasta que ‘el Señor  envía su ángel y los libra’” (Cántico espiritual 16, 2).

Memoria, fantasía: La acción del Diablo “puede representar en la memoria y fantasía muchas noticias y formas falsas que parezcan verdaderas y buenas, porque, como  se transfigura en ángel de luz (2 Cor 11:14), le parece al alma luz. Y también en las  verdaderas, las que son de parte de Dios, puede tentarla de muchas maneras” para  que caiga “en gula espiritual y otros daños. Y para hacer esto mejor, suele él sugerir y poner gusto y sabor en el sentido acerca de las mismas cosas de Dios, para que el alma, encandilada en aquel sabor, se vaya cegando con aquel gusto y poniendo los  ojos más en el sabor que en el amor” (3 Subida 10, 1-2).

Entendimiento: El padre de la mentira halla su mayor ganancia cuando pervierte la  mente del hombre, pero si no lo consigue con falsas doctrinas - que es su medio  ordinario - , puede intentarlo echando mano de locuciones y visiones espirituales o  imaginarias. El Demonio, a estas personas, “siempre procura moverles la voluntad a que estimen aquellas comunicaciones interiores, y que hagan mucho caso de ellas,  para que se den a ellas y ocupen el alma en lo que no es virtud, sino ocasión de  perder la que hubiese” (2 Subida 29, 11). Estima Santa Teresa que en las visiones  imaginarias es “donde más ilusiones pude hacer el demonio” (Vida 28, 4; 6 Moradas 9, 1).

El Demonio tienta a los buenos: A los pecadores les tienta por mundo y carne, y con eso le basta para perderlos. Pero se ve obligado a hostilizar directamente, a cara  descubierta, a los santos, que ya están muy libres de mundo y carne. Por eso, en las vidas de los santos, hallamos normalmente directas agresiones diabólicas. Esto se  supo ya desde antiguo; lo vemos, por ejemplo, en la Vida de San Antonio: los  demonios “cuando ven que los cristianos, y especialmente los monjes, se esfuerzan y progresan, en seguida los atacan y tientan, poniéndoles obstáculos en el camino;  y esos obstáculos son los malos pensamientos (logismoi)” (MG 26, 876-877).

San Juan de la Cruz da la causa: “Conociendo el demonio esta prosperidad del  alma - él, por su gran malicia, envidia todo el bien que en ella ve -, en este tiempo usa  de toda su habilidad y ejercita todas sus artes para poder turbar en el alma siquiera  una mínima parte de este bien; porque más aprecia él impedir a esta alma un quilate de ésta su riqueza que hacer caer a otras muchas en muchos y graves pecados,  porque las otras tienen poco o nada que perder, y ésta mucho” (Cántico 16, 2).

Santa Teresa confesaba: “Son tantas las veces que estos malditos me atormentan y  tan poco el miedo que les tengo, al ver que no se pueden menear si el Señor no les  da licencia, que me cansaría si las dijese” (Vida 31, 9). Por otra parte, en estas almas tan unidas a Dios, “no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño” (5 Morada 5,  1). Por eso, muchos santos mueren en paz, sin perturbaciones del Diablo  (Fundaciones 16, 5).

Lo mismo atestigua San Juan de la Cruz: la purificación espiritual adelantada  “ahuyenta al demonio, que tiene poder en el alma por el asentimento [de ella] a las  cosas corporales y temporales” (1 Subida 2, 2). “Al alma que está unida con Dios, el  demonio la teme como al mismo Dios” (Dichos 125). En ella “el demonio está ya  vencido y apartado muy lejos” (Cántico 40, 1).

Se da, pues, la paradoja de que el Demonio ataca sobre todo a los santos, a los que  teme mucho, y contra quienes nada puede. Cuando al Santo Cura de Ars le  preguntaban si temía al Demonio, que durante tantos años le había asediado  terriblemente, contestaba: “¡Oh no! Ya somos casi camaradas” (R. Fourrey, Le Curé  d’Ars authentique, París, Fayard 1964, 204).

El Demonio tienta a lo que parece bueno. “Entre las muchas astucias que el  demonio usa para engañar a los espirituales - dice San Juan de la Cruz - la más  ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal; porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán” (Cautelas 10). “Por lo cual, el alma buena  siempre en lo bueno se ha de recelar más, porque lo malo ello trae consigo el  testimonio de sí” (3 Subida 37, 1). A Santa Teresa, por ejemplo, el Demonio la tentaba  piadosamente a que dejase tanta oración “por humildad” (Vida 8, 5).

Obsesión y posesión
Las tentaciones del Diablo revisten a veces caracteres especiales que conviene  conocer, siquiera sea a grandes rasgos.

En la obsesión, el Demonio actúa sobre el hombre desde fuera - aquí la palabra  “obsesión” tiene el sentido latino de “asedio”, no el vulgar de idea fija -. La obsesión  diabólica es interna cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las  inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, impresiones  pasionales muy fuertes, angustias, etc.; todo lo cual, por supuesto, se distingue  difícilmente de las tentaciones ordinarias, como no sea por su violencia y duración.

La obsesión externa afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo  impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto.  Aunque más espectacular, ésta no tiene tanta peligrosidad como la obsesión  interna. Las obsesiones diabólicas, sobre todo las internas, pueden hacer mucho  daño a los cristianos carnales; por eso Dios no suele permitir que quienes todavía lo  son se vean atacados por ellas.

Puede suceder que Satán invada la voluntad de una persona mediante impulsos  que movilizan todo el psiquismo. En este caso, se trata de una posesión  propiamente dicha (un hecho extremadamente raro, aunque hay casos). En la  posesión, el Demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. A lo largo de trece años, el Padre Henri Gesland, exorcista del Arzobispado de París, recibió cerca de veinte mil personas que pensaban ser presa del “Maligno” o de  alguno de sus subordinados. Casi todas ellas sufrían, piensa el exorcista,  turbaciones psíquicas. Pero, en cinco o seis casos, se trataba de posesión diabólica (Revista La Foi aujourd’ hui, Enero 1982, p.17-19).

Adviértase que, aunque el Diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en  él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio extrínseco y violento, que es  ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en  estado de gracia durante la misma posesión.

Sobre las posesiones diabólicas (Marcos 5:2-9), Juan Pablo II dice: “No resulta  siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia  condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e  intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar  que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás puede llegar a esta extrema  manifestación de su superioridad” (13-VIII-1986).

En estos casos, es preciso recurrir a un sacerdote exorcista, delegado a tal efecto  por su Obispo. Antes de proceder a realizar un exorcismo, éste debe discernir  previamente si los síntomas de la supuesta posesión no corresponden a los de una  psicosis o una neurosis obsesiva.

Hay que distinguir el exorcismo (reservado al Obispo o su delegado [canon 1172])  del ministerio de liberación, que puede ser ejercido por un laico, si posee el carisma y si no está solo…

El exorcismo propiamente dicho es el “gran exorcismo” del ritual romano. Es  antiguo y dura casi una hora. El “pequeño exorcismo” de León XIII, más corto, data  del siglo pasado. El exorcismo se dirige directamente a Satán como a una entidad  personal. Pertenece a la jurisdicción de la Iglesia, como el Sacramento de la  Reconciliación.

El ministerio de liberación se dirige a un “demonio”, a un “espíritu” (en el sentido  señalado un poco más arriba), a una influencia mala, pero no a un ser personal.  Cuando Jesús, en el episodio de la tempestad calmada, se dirige al viento y al mar,  diciendo: “¡Calla, enmudece!” (Marcos 4:39), no los considera como seres  personales.

Hasta en los casos en que, estando excluida toda verdadera posesión, parecen  manifestarse influencias demoníacas, pide la Iglesia que, en las oraciones de  liberación, aquellos que no han recibido la delegación del Obispo se abstengan de  emplear fórmulas que interpelen a los demonios, empleando, por ejemplo, extractos del “pequeño exorcismo” de León XIII (Carta de la Sagrada Congregación para la  Doctrina de la Fe a los Obispos, Septiembre-29-1985).

EL COMBATE ESPIRITUAL
“Reconoce que eres tú el que es tentado en Cristo y que eres tú quien resulta vencedor en El. El podía apartar de sí al diablo; pero, si no hubiera sido tentado, no te habría enseñado,  a ti que debes estar sometido a la tentación, cómo se consigue la victoria.” San Agustín  (Homilía sobre el Salmo 60).

“Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las  armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades,  contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que  están en las alturas” (Efesios 6:10-12).

No hay vida cristiana sin combate contra Satán. El cristiano no tiene que luchar solamente  contra sus propios defectos, contra sus pasiones desordenadas; debe guardarse de las  maniobras del diablo y de sus tropas.

Jesús nos exhorta a menudo a la confianza en su Padre: “No temas, pequeño rebaño,  porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lucas 12:32).

Pero nos invita también a que desconfiemos de Satán: “Os digo a vosotros, amigos míos:  No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más. Os  mostraré a quién debéis temer: temed a Aquél que, despues de matar, tiene poder  para arrojar a la gehenna; sí, os repito: temed a Ése” (Lucas 12:4-5).

Tras los pasos de los santos, aprendamos el arte de detectar la táctica del diablo, para  triunfar mejor de Él. Como se hace en la “Escuela de la guerra”, aprendamos el arte de  combatir y ganar las batallas. Espiguemos algunas consignas en el tesoro legado por  nuestros antepasados.

Espiritualidad de la lucha contra el Demonio
“El Malo, mentiroso y padre de la mentira, por esencia, se atribuye una vocación temible,  la de alterar a sabiendas la verdad. El Diablo se erige en Doble a fin de desalojar a Dios  de su creación, de volver a ésta insensible a la presencia divina, y llevar a cabo, de este  modo, una gigantesca sustitución: ‘Tu corazón se ha engreído y has dicho: Soy un dios’  (Ez 28:2)”. P. Evdokimov (Les âges de la vie spirituelle, D.D.B., 1964, p.81).

El Demonio es peor enemigo que mundo y carne. Esto es algo que el cristiano debe saber.  “Sus tentaciones y astucias - dice San Juan de la Cruz - son más fuertes y duras de vencer  y más dificultosas de entender que las del mundo y la carne, y también se fortalecen [sus  hostilidades] con estos otros dos enemigos, mundo y carne, para hacer al alma fuerte  guerra” (Cántico 3, 9).

Las armas de Dios son necesarias para vencer al enemigo. En el cristianismo actual  muchos ignoran u olvidan que la vida cristiana personal y comunitaria implica una fuerte  lucha contra el Diablo y su ángeles malos. A esto “hoy se le presta poca atención - observa  Pablo VI -. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones  fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de  prejuicios, y tomar actitudes positivas” (15-XI-1972). Pero la decisión de eliminar  ideológicamente un enemigo que sigue siendo obstinadamente real sólo consigue hacerlo  más peligroso. Quienes así proceden olvidan que, como decía León Bloy, “el mal de este  mundo es de origen angélico, y no puede expresarse en lengua humana” (La sangre del  pobre, Madrid, ZYX 1967, 87). Por esa vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se  trivializan los medios para vencerlos.

Es necesario revestirse de “las armas de Dios”, como dice San Pablo: “Fortaleceos en el  Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios, para poder resistir a las asechanzas del Diablo…” (Efesios 6:10-18).

La espada de la Palabra y la perseverancia en la oración: son las mismas armas con las  que Cristo venció al Demonio en el desierto. La Palabra divina es como espada que corta  sin vacilaciones los nudos de los lazos engañosos del Maligno. “Pedid que no caigáis en  tentación” (Lucas 22:40). Cierta especie de demonios “con nada puede ser arrojada sino  con la oración” (Marcos 9:29).

La coraza de la justicia: venciendo el pecado se vence al Demonio. “No pequéis…, ni deis  ocasión al diablo” (Efesios 4:26-27). “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y él  huirá de vosotros” (Santiago 4:7). “¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del  demonio? - se preguntaba Pablo VI -. Podemos decir: Todo lo que nos defiende del  pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible” (15-XI-1972).

El escudo de la fe: dejando a un lado visiones y locuciones, aprendiendo a caminar en pura  fe, pues el Demonio no tiene por dónde asir al cristiano si éste sabe vivir en “desnudez  espiritual y pobreza de espíritu y vacío en fe” (2 Subida 24, 9).

La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia es necesaria para librarse del Demonio.  Decía Santa Teresa: “Tengo por muy cierto que el demonio no engañará - no lo permitirá  Dios - al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe”; a esta alma  “como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas  revelaciones pueda imaginar - aunque viese abiertos los cielos - un punto de lo que tiene  la Iglesia” (Vida 25, 12). El que cree a quien “enseña otra cosa y no se atiene a las  sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la  piedad” (1 Timoteo 6:3), no sólo cae en el error, lo cual es grave, sino que cae en el influjo del padre de la mentira, que es más grave aún.

Los sacramentales de la Iglesia, la cruz, el agua bendita, son ayudas preciosas. Como un  niño que corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el Diablo tiende, bajo  la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los sacramentales son  auxilios “de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia” (SC 60).

Santa Teresa de Avila conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: “No hay  cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que  siente mi alma cuando la tomo”. Y añade algo muy de ella: “Considero yo qué gran cosa es  todo lo que está ordenado por la Iglesia” (Vida 31, 4; 31, 1-11).

El único problema que existe con los sacramentales no está en ellos mismos, sino en el uso  que les dan algunas personas cuya fe es deficiente. Desgraciadamente, hay personas que usan la cruz, el agua bendita, la ceniza del Miércoles de Ceniza, y otras cosas que tiene la Iglesia, de una forma pagana, mágica, de la misma forma que otras personas (y, a veces,  incluso las mismas) usan la pata de conejo o cualquier amuleto pagano.

La fuerza de estos elementos no está en ellos mismos, ni en ninguna fórmula mágica que se  recite sobre ellos (hay personas que quieren usar al sacerdote para hacer conjuros sobre  objetos como estos, como si fuera un brujo). La fuerza está en la fe de la Iglesia y en el don  de Dios, que nos los da, como signos, para nuestro bien.

El problema, por tanto, es la forma en que entendamos la realidad de signos de estos  sacramentales y su auténtico significado y propósito. Siempre es bueno, en cualquier caso,  atenerse a las instrucciones que la Iglesia da para el uso y utilidad de estos sacramentales, y  no pretender usarlos para otros fines que se nos ocurran a nosotros.

No debemos temer al Demonio, pues el Señor nos mandó: “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Juan 14:27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera  encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le entrega. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que los emplea para  nuestro bien como castigos medicinales (1 Corintios 5:5; 1 Timoteo 1:20) o como pruebas  purificadoras (2 Corintios 12:7-10).

Los cristianos participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los  demonios. En este sentido, escribía Santa Teresa: “Si este Señor es poderoso, como veo  que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios - y de esto no hay que  dudar, pues es de fe -, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos  hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno?  Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un  breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con  aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: ‘Venid ahora todos, que siendo  sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer’”. Y en esta actitud desafiante,  concluye: “No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé  sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía  tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo,  antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien  dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen  tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza” (Vida 25, 20-21).

SEÑALES DEL DEMONIO
“¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? - se pregunta Pablo VI -. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical,  sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad  evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el Nombre de  Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1 Corintios 16:22; 12:3); donde el  espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación  como última palabra” (15-XI-1972).

Si esto es así, es indudable que en nuestro tiempo se dan claramente las señales de la  acción del Diablo. Estas señales también en otras épocas se han dado, pero no quizá como  en el presente. Los últimos Papas, al menos, no han dudado en atribuir el “lado oscuro” de nuestro siglo al influjo diabólico, como podemos ver por las siguientes citas de los Papas.

“Ya habita en este mundo el ‘hijo de la perdición’ de quien habla el Apóstol (2 Tes 2:3)”  (San Pío X, enc. Supremi apostolatus cathedra: AAS 36, 1903, 131-132). “Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculadora y arteramente preparada por el  hombre ‘contra todo lo que es divino’ (2 Tes 2:4)” (Pío XI, enc. Divini Redemptoris 19-III- 1937, 22). “Este espíritu del mal pretende separar al hombre de Cristo, el verdadero, el  único Salvador, para arrojarlo a la corriente del ateísmo y del materialismo” (Pío XII, Nous  vous adressons 3-VI-1950). “Se diría que, a través de alguna grieta, ha entrado el humo de  Satanás en el Templo de Dios… ¿Cómo ha ocurrido todo esto? Ha habido un poder, un  poder perverso: el demonio” (Pablo VI  29-VI-1972).


http://www.apostoladohispanoboston.org/

No hay comentarios:

Publicar un comentario